La conciencia divina no es algo que podamos crear fuera de nuestro personal sentido del ser. No somos seres “desarmados” y repetimos en nosotros mismos la imagen de Dios. Ya somos esa imagen perfecta, de modo que nuestra función es la de crecer y llegar hasta nuestro Yo, y, a medida que vamos creciendo en nuestra conciencia, podemos, con nuestra visión interior, divisar una puerta que nos conduce al lugar secreto.
Esa puerta está situada dentro de nosotros y también se la ha comparado con el ojo de una aguja, debido que representa una abertura demasiado pequeña como para que nuestro hinchado ego pueda para por ella. Pero Jesús nos dijo cómo hacerlo: Despréndete de todo lo que poseas. Y, hasta el momento en que logremos hacerlo, la entrada estará bloqueada por nuestra propia acumulación personal de “naturaleza humana”. Debemos “adelgazar” nuestra conciencia, lo cual significa transformarnos despojándonos de la pesadez del temor, la obesidad de la culpa, el sobrepeso de nuestros juicios y la gordura del orgullo.
Para comprender mejor este proceso, echemos una mirada a la historia de un hombre llamado Adán (que no tiene nada que ver con el personaje bíblico). Durante muchos años, Adán había seguido el camino espiritual, pero su viaje parecía desarrollarse fundamentalmente a través de una sucesión de valles. En su marcha encontraba muy pocas colinas dispersas y, desde allí, podía atisbar el Reino, pero, a pesar de su ardor y de sus maravillosas meditaciones, aún estaba esquivando las flechas de la vida tridimensional.
Un día, sin comprender que su viaje era un lento deslizarse hacia abajo, descubrió que se encontraba en un profundo barranco y, en ese momento, una flecha dio en el blanco. Luego otra. Y otra más. Las flechas no lo mataron, sólo lo hicieron sufrir. Una había sido disparada por el arco de la insuficiencia, otra por la cuerda de las promesas quebrantadas y la tercera por el aliento mortal del orgullo espiritual.
No era la primera vez que, en el transcurso de su vida espiritual, su vulnerabilidad había quedado al descubierto, pero, por lo que a él le tocaba, habría de ser la última. Se encontraba en una situación de ahora-o-nunca, y eligió la primera opción.
Se concentró en una profunda meditación y ascendió al plano superior, donde descubrió que estaba ante la estrecha abertura que conduce a la cuarta dimensión de la consciencia. Se detuvo ante la puerta y, en su meditación, pidió ayuda al Espíritu Santo para que fundiera toda la escoria. Luego, penetró más profundamente en su mente y en su corazón para sacar a la luz todos los sentimientos de culpa que hubiera experimentado alguna vez y para arrojarlos al Fuego, y siguió haciéndolo hasta que el último vestigio de esa emoción insidiosa quedó convertido en cenizas. Ahora estaba libre de culpas, pero las flechas continuaban volando.
El siguiente paso fue detener el miedo, y cada una de las escenas enfermizas que su mente había producido, fue entregada al Amor de Dios para ser borradas y vueltas a escribir por la mano del Divino Pensador, por el mismo Dios. Finalmente, se sintió invulnerable, ya que todos los presentimientos y aprensiones habían sido eliminados de su conciencia. Ahora estaba libre del miedo, pero las flechas continuaban volando.
Luego llamó en su auxilio a la Luz de los Recuerdos y meditó sobre la gloria y la grandeza del Yo Superior que él era en la Verdad, el Ser Sagrado de Dios. Lentamente, las amenazas tejidas por el ego comenzaron a devanarse en la Luz de la Presencia, y la idea de su identidad divina se fue imprimiendo en su conciencia. Pero las flechas continuaban volando.
Entonces, un día, quizás impulsado por la desesperación, trató de pasar a la fuerza a través de la abertura, pero resultó imposible. Cayó de rodillas y gritó: “¿Qué más tengo que hacer?. Y la Voz dijo…
“Ama al último de los hombres como amas a tu Sagrado YO, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, porque la individualidad no puede dividirse. Este es mi mandamiento, y tras él hay otro: Confía tu mente a Dios. Entrega tu espíritu al Ser Sagrado que hay en ti, y la crucifixión ha de terminar.”
Adán obedeció y rebuscó en su mente para encontrar a aquellos a los que consideraba menos importantes o que tenían mejor nivel de conciencia, a aquellos a los que le había resultado difícil perdonar, a aquellos que lo habían atacado en el pasado, a todos cuantos había juzgado y considerado que vivían en las tinieblas y que no desarrollaban todo su potencial, incluso a aquellos que, aparentemente poseían una naturaleza bestial y que estaban haciendo estragos en el planeta Tierra.
Comenzó a amarlos a todos con la intensa adoración que antes había reservado sólo para el Sagrado Yo que moraba en su interior, y, muy pronto, sintió que estaba vinculado con todas las almas y la sensación de separación y aislamiento se disolvió en la totalidad.
Ahora estaba listo para el último acto. Imaginando vívidamente que estaba clavado en la cruz del mundo tridimensional, sostenido por los clavos de las creencias humanas que se incrustaban profundamente en las cámaras inconscientes de la mente, se preparó para afrontar el momento de la transición. Comenzó a desprenderse de todo cuanto lo había poseído en este mundo, y de todo lo que él mismo había poseído, incluyendo toda la Verdad que creía y conocía. Haciendo un inventario completo de su vida – el pasado, el presente y el futuro, lo bueno, lo malo y lo que le resultaba indiferente – comenzó a entregarlo todo, incluso a aquellos cuyo amor había apreciado con todo su aliento. Después de haberse liberado de cada persona, de cada lugar y de cada cosa del mundo fenoménico, llegó el momento del compromiso final.
En cuestión de segundos reunió toda la energía, toda la fuerza y todo el poder que pudo hallar en su conciencia, y luego pronunció estas místicas palabras de liberación total: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Estaba hecho y Adán, en su visión, pudo ver cómo la cruz se desvanecía instantáneamente y cómo el muro de separación se rajaba en dos, desde la cima hasta el pie. Entonces, caminó, entrando en la Luz… y allí no había flechas. Sólo lo rodeaba un profundo silencio.
Hay una diferencia entre el viejo Adán y el nuevo. Antes, todas las cosas dependían de su propia comprensión de la Verdad, de los pensamientos correctos que había retenido su conciencia para ser proyectados al exterior. Aún cuando sentía la Presencia en él, aún creía que tenía la responsabilidad de trabajar por su propia salvación, de descubrir la Verdad que lo liberaría de los problemas que percibía en su mundo personal. Siempre estaba buscando la llave perdida que abriría las puertas del depósito del Padre, donde se guardaban todos los bienes.
Pero ahora se había producido un cambio, tanto en su mente como en su corazón. Por medio de su entrega final, Adán había puesto su conciencia bajo el dominio y la autoridad del Yo Sagrado que moraba en él, de ese centro de Poder que encarnaba la Voluntad de Dios, la Visión de Cristo y la Actividad Creativa del Espíritu. Ahora la presencia de Dios podía pensar, sentir y actuar a través de él, y Adán comenzó a comprender que la Voluntad de Dios ya estaba hecha, que la había visto en la mente del Divino Yo y que estaba cumpliéndose y manifestándose a través de la expresión del Espíritu. Su función, ahora, era simplemente la de ser alguien que vive en consonancia con el Proceso Divino.
Pero el nuevo modo de vida de Adán – como un ser espiritual no significaba que debía retirarse de la vida, pues su existencia incluía el funcionamiento de un cuerpo físico en el seno de un mundo material. Aunque la responsabilidad por las actividades que habría de desarrollar en el mundo ya no fuera suya, su verdadero trabajo de vivir en la Luz recién había comenzado. Rápidamente aprendió que no debía tomar decisiones o hacer planes, y que no debía involucrarse emocionalmente con nada de lo que ocurriera a su alrededor, particularmente con aquellas situaciones que parecían ser necesidades apremiantes. Debía, simplemente, comprender que la Voluntad de Dios ya estaba cumplida y que la visión de esa Voluntad estaba siendo expresada.
Se le había dicho que, siendo un espectador del trabajo de Dios, viendo cómo cada una de las necesidades que surgían de su vida eran fácil y rápidamente satisfechas, y sabiendo que todo era pleno y perfecto en su vida, cooperaría con las ideas del Gran Pensador que se manifestaban por su intermedio.
Sus instrucciones consistían, también en hablar menos y relajarse más, en estar amorosamente desapegado y, por sobre todo, en practicar la inocencia en todo momento. De igual importancia se le dijo, era vivir la identidad del Yo Divino y todo lo que representaba el YO SOY – es decir, identificarse con la totalidad, la abundancia y la plenitud en todas las áreas de su vida – y hacerlo con alegría, agradecimiento, entusiasmo e imaginación.
En el proceso de ir dejando que la Presencia viviera, se moviera y expresara su ser en y por su intermedio, Adán comprendió que debía seguir tomando decisiones, formulando planes y poniéndolos en práctica, pero ahora había adquirido la naturaleza de la espontaneidad y sabía que estaba siendo usado como un vehículo de la acción mental que ocurría en el nivel superior de su ser.
Podía sentir el poder que se movía a través de él y sentía las palabras de autoridad emanando desde las profundidades de su ser, palabras que estaban reorganizando su mundo sin necesidad de apelar a su pensamiento consciente. Era como si las fuerzas cósmicas del Universo estuvieran zumbando, palpitando y expresándose a través de su campo de energía. Pero también comprendió que no se trataba de la actividad de su personalidad, y esta comprensión lo protegía del riesgo de asumir cualquier tipo de actitud condescendiente y egoísta, es decir de los rasgos que, por lo general, acompañan a la sensación de poder personal.
Al desprenderse de lo inferior y ascender hacia lo superior, el Ángel del Poder y la Autoridad ha quedado en libertad de acción. El Poder y la Autoridad divinos no pueden operar a través de una conciencia atascada en las energías tridimensionales, pero sin esa Fuerza Causal no tenemos ninguna clase de dominio para lograr que nuestros mundos individuales resuciten luego de la tarea de destrucción a que los ha sometido el ego.
Cuando llegamos al punto de concretar nuestra entrega final y de asumir el compromiso último, la puerta que cierra la entrada a la cuarta dimensión de la conciencia desaparece e ingresamos en nuestro legítimo y verdadero hogar en la Tierra. Y, en ese momento, la puerta del Poder, representada por este Ángel, queda completamente abierta y nuestro Dios-Yo encuentra un canal, completamente despejado, a través del cual puede renovar todas las cosas.
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